Comentarios a las Lecturas del día
Lunes 15
Pudiera ser que de tanto esperar a que venga, nos distraigamos en el último momento y pase de largo. Bien podría suceder que nos acostumbráramos tanto a mirar lo conocido, que lo confundiéramos con lo esperado.
La historia de Israel, al fin y al cabo la nuestra, es la de una larga, arriesgada y tenaz espera. Pero, ¡oh casualidad!, en ocasiones se le coló entre la trama de lo desconocido. Y Dios tuvo que dar un tirón de orejas de profetas rudos y provocadores. Y a veces contra los profetas. De fracaso en fracaso no aprendió este pueblo de dura cerviz. Jonás es el paradigma del hombre convencido de que Dios se equivoca en su escritura. Su pequeña mano quiere torcer los renglones. Y Dios dale que te pego, proponiendo conversión a los de fuera.
Jesús se hace profeta de los de antes para decirle al pueblo que aprenda a mirar. Porque le puede suceder que sepa que ha llegado cuando huela el rastro aromático de haber pasado. De tanto esperar al Profeta de Dios, al Mesías, dejaron de creer que podría ser realidad y lo lanzaron al futuro siempre por llegar.
Aprender a mirar que está, que acompaña, que se presenta entre los que menos esperamos. Saborear su presencia, en medio de la realidad, sin que se nos nuble la vista con nuestras percepciones y prejuicios. Porque podrían venir de Oriente y de Occidente, y así nos quiten la alegría de haber descubierto la salvación.
Siempre se me queda colgada la pregunta: si hubiera vivido en su tiempo ¿lo habría conocido? Porque ahora, con cierta tristeza, me da rabia no encontrarlo. ¿Será que miro donde no debo? Debo confesar que me da más seguridad pensar que llegará, sí, pero esta historia mía no tiene porque estar condicionada por su presencia actual. Y así, mi mediocridad se me hace cómoda. Ese es el grito de Jesús a los de su tiempo, y a los del nuestro. Es una invitación con cierta tristeza y con mucho de enfado. ¡Aprended a mirar! ¡Salid de vuestra cómoda dorada mediocridad! Sólo así podremos encontrar la verdadera liberación.
Martes 16
Comienza aquí una larga retahíla de imprecaciones contra un colectivo muy especial: los fariseos. Me dan un poco de pena estos fariseos. Parecen testigos mudos, equivocados de tiempo y de lugar. Los fariseos se confundieron, pasados los siglos, con la totalidad de los judíos. Y así tuvieron la justificación para perseguirlos hasta la muerte. Nosotros también pudimos ser ahí testigos mudos.
Pero no va de eso la lectura. Creo yo que entre todos estos judíos, habría personas, de buen corazón, que querrían encontrar en el cumplimiento de la Ley su salvación y la de su pueblo. Incluso Jesús come con ellos. No sólo con los pecadores y los excluidos. También con los “oficialmente buenos”. No roba a nadie la posibilidad de encontrarse definitivamente con la liberación total. Y en el evangelio aparecen varias comidas con gente que quiere saber.
Entonces ¿qué pasa? ¿Por qué unos sí saben situarse frente a este mensaje y otros parece que no?
Creo que Pablo da una pista sobre esto en la lectura que corresponde al día de hoy: “Alardeando de sabios, se hicieron necios”. Parece que todos aquellos que tuvieron la posibilidad de oír el mensaje de Jesús, sintieron que ese mensaje era distinto porque ponía, blanco sobre negro, la verdad sobre la mentira. O, como en este caso, la verdad de lo que soy sobre la mentira de lo que no quiero ser. Exterioridad e interioridad son dos aspectos de la misma realidad que somos. Lo llamamos coherencia. La fuerza de Jesús residía justamente en esta identidad. Por eso se convierte en alguien incomodo. Los fariseos, que no siempre actuaban por convicción, son aquellos que dejan de lado el corazón del hombre para preocuparse, demasiado, por la letra de la Ley. No es este un pecado antiguo, enterrado con todos los fariseos. Está latente en los pliegues de todas las normas de las religiones. También entre nosotros. También entre nosotros. Y te pido hoy que hagas el mismo esfuerzo que me comprometo hacer yo. No juzgar a los otros, no encontrar la cantidad de fariseos que tengo a mi alrededor, sino prestar atención a las actitudes fariseas que me roban la paz del corazón, juzgando con lo que yo condeno: la fidelidad a mis concepciones.
Miércoles 17
Todos los judíos estaban obligados a pagar un diezmo. Era una fórmula para mantener el servicio religioso del Templo. Rito contra amor. Así nos lo presenta la Escritura. La gran diferencia en el planteamiento cristiano, frente a las otras religiones, lo constituye el hecho de que la relación hombre-Dios no es a través del Rito, sino de la relación novedosa con la humanidad.
En algunas religiones, el sacerdote (chamán, santón, etc.) es el único mediador entre Dios y el hombre. Para acceder a la esfera sagrada no tenemos necesidad de otro que nos haga de vehículo, nuestra actitud con los demás es el hecho religioso. La propuesta es la justicia y el amor, actitudes humanas que me aproximan a mis semejantes para elevarlos y llevarlos a su plenitud.
Hay ciudadanos de primera y de segunda. Se expresa en esta lectura con lo de los primeros puestos. Sin embargo, el seguimiento de Jesús nos hace iguales. Entre los discípulos parece que esta era una realidad tan evidente que, en su grupo, había hasta mujeres. Segunda característica que se enfrenta a una costumbre muy humana –y religiosa- de diferenciar entre unos y otros en función de sus cargos y no de su santidad de vida.
Parece muy lógico que rechinen las cuadernas y protestemos: ¡oye, que también me estás señalando! Pues sí, porque nosotros empezamos a dividir el mundo entre los que se parecen a mí y hacen lo que yo hago, que son los buenos; y los que hacen lo otro y se van a condenar. Y ojito porque estas actitudes se nos cuelan en las mejores intenciones y terminamos condenando a todos. Antes, debe existir esa inclinación hacia el bien de los demás- el amor- y hacia una percepción que nos iguala frente a los otros y a Dios – la justicia-. Este es el mensaje que Jesús no cesa de expresar de una u otra forma. Y hoy es necesario, como lo fue entonces.
Jueves 18
Me imagino a Jesús dirigiéndose a las gentes de su tiempo con un cierto punto de impaciencia y molestia por su incapacidad para percibir lo obvio.
No me extrañaría nada que se preguntara cómo era que no habían caído en la cuenta de lo que su propia historia señalaba. Y de su recalcitrante cabezonería que hacía de los profetas, sospechosos.
Se queja Jesús. Muchos pasajes del evangelio están llenos de un lamento que no parece cuadrarnos en él. Pero también forma parte de su lenguaje, porque él es también un profeta.
Y el profeta, en la más vieja tradición judía, propone y asevera, amenaza y anima. Tiene en su mano las riendas para soltarlas y retenerlas. Sabe de la historia, y a dónde se dirige. Por eso su impaciencia.
A Jesús le pasa lo mismo. Le dice a los teólogos de su tiempo -sobre todo a los oficiales- que anden con buen cuidado, no vaya a ser que lo que ellos dicen que Dios dice, termine siendo la causa de la negación del hombre para con Dios.
Hay una afirmación popular -curioso, también del Concilio Vaticano II- que hace culpable de la increencia a los que creen. Por la escasez de fuerza de su testimonio. También por la fuerza de una argumentación oscura, cerrada -con llaves- prohibitiva, que produce miedo. Los teólogos del tiempo de Jesús tenían argumentos retorcidos, a veces, para poder llegar a conocer a Dios y su voluntad. Lo mismo que nosotros. Y no dejamos entrar a los de fuera, ni permanecer a los de dentro. No coinciden, no están en la misma onda de teología y son sospechosos. No entran.
Un grupo compacto de interpretadores oficiales de los misterios de Dios, que se ponía por encima del vulgo, del pueblo, y los miraba con desprecio, impedía la mirada hacia Dios. Impedía la mirada de Dios. Por eso Jesús les dice, nos dice, que se pedirán cuentas por no haber franqueado el paso de todos hacia su presencia cariñosa. Dios, para Jesús, es un océano de misericordia, no un compendio teológico, aunque éste haga falta.
A partir de ahí, la persecución. No es de extrañar. Como siempre, este maestro de la Verdad, hace que todo se transparente. ¿Habremos aprendido nosotros con los siglos de experiencia? ¿O tendremos en nuestra mano una llave que no abre ni cierra?
Viernes 19
No tengáis miedo. Y eso se lo dice a un montón de personas que se agolpan hasta pisarse. ¡Qué discurso, qué palabra tuvo que tener este hombre! Hay un público, una humanidad entera por conquistar con la Palabra de la Vida. Porque era evidente que encandilaba con su mensaje. Y no era para menos.
Lo primero, esa percepción de Dios que es cercanía. Atributo divino, por cierto, olvidado por los teólogos, ¿No habría que recurrir a la analogía del lenguaje de mínimos para hablar del Dios de Jesús? Podríamos definirlo como amante, sufriente, cercano, abierto al perdón, pobre y dependiente del hombre para poder venir al mundo… Ya Celso, en los primeros momentos de la Iglesia, se indignaba con los cristianos por este discurso que hacía a Dios –el de Jesús, claro - falible, mediato y finito. O dicho mejor: que podía equivocarse, que necesitaba de los otros y que tenía un fin. Por eso el hombre no tiene nada que temer. Dios no se sienta en un trono inmenso y separado de los hombres, sino que camina con ellos, en su historia personal, los acompaña, pide de ellos su cordialidad para poder salvarlos, se humilla hasta la negación de su criatura, busca en lo recóndito de su alma para poder engrandecerlos… en fin se convierte en uno de nosotros. Por eso muere de amor, de un amor herido de humanidad, esto es, de apertura eterna para que el otro se acerque.
No temáis, porque Dios-padre-corazón de madre, abarca la totalidad de nuestra limitación para llevarnos a la inmensidad de su amor. Nada se pierde de nuestro ser en su enorme capacidad de verter cariño, cada uno de los huecos de nuestras células se verán inundados de la felicidad de sentirnos queridos. Y ningún universo de maldad podrá quebrar esa voluntad de acercarnos a su seno. Ni nuestra contumaz capacidad de querernos superior a Él o a los otros; ni el odio alimentado sobre nosotros que se vuelca en los demás; ni todo el egoísmo que destilamos en las acciones de abandono o desidia. Nada puede doblegar su deseo de acabar en Él todas las cosas y los seres.
No puede haber miedo, ya hemos sido rescatados para un amor mejor.
Sábado 20
Lo que más llama la atención en este retazo de la Palabra de Dios es que parece latir una queja ante la posibilidad del abandono de las convicciones.
Pienso que estamos en una encrucijada de la historia en la que el problema vital, dentro del cristianismo, reside en la intensidad.
Vemos cómo los jóvenes buscan vivir intensamente el momento y, sin mirar excesivamente hacia adentro, entran en una espiral de diversión que es preocupante. O cómo los adultos claudican de los grandes principios para vivir pegados a consignas, abortando toda posibilidad de triunfar en sus sueños. Vemos cómo el cristianismo se convierte en una caricatura de sí mismo quedando, por ejemplo, sólo la tela del traje de comunión como espejismo de eucaristía. También nos podemos asustar ante la desastrosa imagen de los partidos, vendiendo sólo imagen – y poder.
Relativizar todo, para poner en el mismísimo medio a Jesús. Abrir las velas de la esperanza para dejarse enviar, al soplo del Espíritu, hacia las remotas aguas del Reino Nuevo. Y no equivocarse convirtiendo los medios en fines, el riesgo en miedo, y la prudencia en negaciones parcas.
“El Espíritu Santo os enseñará en aquel momento lo que debéis decir”. Como campaña de marketing es bien poco, pero como dicen los más grandes: “lo menos es más”. Aprender a fiarse más de quien tiene las riendas de la historia, ciertamente nos haría más libres, menos temerosos. Más confiados en la supremacía de Dios en la historia. Buena falta nos hace a todos.
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