jueves, 29 de noviembre de 2007

Comentarios a las Lecturas del 3 al 8 de Diciembre



Comentarios a la Lectura del lunes 3 de Diciembre de 2007


Durante todo este tiempo de Adviento nos vamos a encontrar con un profeta que, como el despertar con estrépito, nos sobresalta y alerta. Isaías, el soñador, el hombre capacitado para ver lejos, ardiente ancla de la esperanza.
El adviento anuncia al Mesías como el brote dibuja un tallo, o un fruto. La incontinencia del tiempo hará temblar el futuro, pero se adivina, se yergue como promesa. Tal que así este tiempo. Asciende hacia la Encarnación como camino y posada. Reposo necesario y proyecto, así andamos en la vida. Huérfanos de sueños, la Iglesia nos propone no olvidar que Dios es la aspiración sublime de quien se sabe especialmente elegido para la felicidad.
Sión, o Jerusalén, o la Iglesia, o la humanidad es el sueño de Dios. El también sueña para nosotros, no sin nosotros. Se sueña refugio, cobijo, tienda o rescoldo y llama. No para El, sino para su criatura. Es un vuelco constante hacia la debilidad humana. Él, tan grande, se abaja con ternura, sin romper la coraza que nos hace distintos. Nos lleva.
Una propuesta, como siempre para poder ser mejores. No está mal. Pero, sobre todo, para dejarse amar. ¡Ah, si supiéramos! Si dejáramos que nos roce la caricia que concitamos…podríamos ser distintos y las estrellas serían nuestras hermanas ¡tan alto haríamos llegado!

Así este hombre. Un centurión, esto es, un romano odiado por los judíos -que ven con impotencia cómo la fuerza del ejército y de la civilización pisotea su pueblo, su tierra- se acerca a Jesús y pide. El sabe de órdenes, de leyes, de obediencias. Por eso sabe que quien pide a quien puede, podrá recibir lo que quiere. Los de fuera nos adelantarán, llegarán antes que nosotros porque adivinan que hay más verdad en quien da que en quien señala. Y nosotros señalamos mal. No creemos en un Dios que puede salvar. Creemos en el mito del “hombre hecho a sí mismo”, en ausencia de la caricia divina. Así nos va, así perdemos el tiempo manchando de cosas por hacer lo que debíamos salvar: el encuentro.
A ese vamos en Adviento. Tiempo de conversión, sí. Pero del corazón que ha de volverse al Amado, para dejarse restañar las heridas y comenzar de nuevo, en la esperanza de que vamos a ver la Historia en clave de triunfo, de gloria, de hombre redimido y dignificado.
A eso me invito, y a ti, hermanito o hermanita, que te asomas a este tiempo cíclico y repetitivo. No mires más que adelante, para poder ver la salvación que se nos anuncia. Nos han comprado con alto precio, sabemos y gustamos ya del triunfo. Déjate amar, llegarás antes.

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Martes 4 de Diciembre de 2004


Podemos escuchar, casi, la bota asiria que golpeaba rítmicamente anunciando la sangría de una conquista sin parangón en la historia. Israel, siempre bajo otras potencias, siempre teniendo que afirmar su monoteísmo en medio de la risa de los conquistadores. Israel, siempre teniendo que doblar la testuz por la violencia del opresor; y el pueblo y sus reyes encandilados, las más de las veces, por la lanza y el escudo del fuerte. Y por sus dioses, quizás más poderosos. En medio de esto, el profeta. Aquel que escucha la voz susurrante de un triunfo mayor. Isaias sostiene la esperanza, y también la fe. Mucho más potentemente donde anida un miedo a ser menos, a ser un grupo perdido en la nada del gran imperio Asirio. Vendrá la paz, dice. Desde donde no se sabe ni se espera. Y hasta donde ni se pueda imaginar. Atravesará toda la fibra de la creación para retornarla al paraíso, al edén.
Junto a este texto, bellísimo, el del Profeta de los sencillos. Vendrá la salvación desde las orillas de la humanidad. Se abrirá paso entre el pueblo despreciado del la tierra y ocupará el sitial de Dios mismo. Los sencillos, los que no visten su saber con orlas de desprecio, ni miradas de soslayo. Los sencillos, los que se acercan a pedir que les ofrezcan más de lo que son y se unen para llegar más lejos de lo que pueden; los que no tienen miedo de sí mismos y su pobreza; los que reposan su esfuerzo en el tesón, y en la ternura de Dios.
Y, como de paso, una bendición. Pero no para nosotros, que se convierte en lamento. Sí, ¡quién lo hubiera visto! Me gustaría ser aquel bajito Zaqueo, o el rácano de Mateo, o María la prostituta, para poder tocarlo y sentir su cercanía, que era la del Buen Dios. No se me concede más que adivinarlo entre las cosas y las personas. Una intuición sostenida en la esperanza de entreverlo más allá de estos ojos míos. Con una seguridad, si cabe: en la limpieza y la sencillez se me aparecerá con la claridad de la mañana.
Los sencillos, esos son los que saben verlo ahora.

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Miércoles 5 de Diciembre de 2007


Este texto evangélico tiene dos personajes referentes: por un lado Juan, el Bautista; por otro Isaías. Ambos trataron de adivinar cómo sería la liberación que esperaban. Y supieron dibujarla con trazos gruesos de misericordia. Donde había limitación, miseria, exclusión; donde reinaba la oscuridad y el paisaje era yermo y muerto, allí aparecería la salvación. No era extraño que quien se acercaba al grupo de los doce pudiera reconocer la pintura del mejor profeta de Israel, en aquel grupo compacto reunido entorno a la esperanza. Una esperanza que liberaba del yugo del pecado y de la muerte, de la ley mosáica entendida como servidumbre a la letra, de las barreras sociales que hacían de los pequeños, malvados y castigados.
¿Hay cura milagrosa? La hay. Dios derramaba sus bendiciones entre el nutrido grupo de los que no tenían nada que perder – los sencillos- y los rescataba de su incapacidad para retornar a la dignidad. Podían ponerse en pie y ser personas. Podían, de nuevo, mirar cara a cara al Dios-todo-bondad que enseñaba Jesús. El milagro se daba porque la mirada iba más allá de la parca y escueta realidad, para adentrarse en el mundo de Dios. En el Antiguo Testamento, en el Nuevo y en el mundo futuro hay sitio para el cambio profundo y radical de las cosas y las personas, al fin y al cabo todo reposa en Su mano.
El milagro de la multiplicación de la comida, panes y peces, se sitúa ahí precisamente. Jesús, compadecido, no quiere que los hombres y la mujeres que le siguen se vayan en ayunas. ¿Qué les ofrece? Lo que necesitan. En un corazón apretado de egoísmo, el gesto generoso rompe las apreturas y esparce el don a todos. Y entonces todo sobra. No sé si era pan, o si los multiplicó como el mago saca conejos de la chistera, pero lo que sí sé es que sobró. Hay, a veces, mucho más milagro en la transformación de un corazón que en un gesto contra las leyes de la naturaleza. Resuena aquí el gesto eucarístco de la generosidad de un corazón que se parte para que otros vivan.
Al fin y al cabo, todos milagros. El mundo nuevo surge al paso de este Hombre nuevo. De la misma forma que pasó haciendo el bien, así nosotros estamos convocados a repartir milagro o, dicho de otra forma, a transformar la realidad para que se parezca más a la que Él quiere. En el esfuerzo, obrará también el milagro.

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Jueves 5 de Diciembre de 2007

Ciudad y casa. Fortificación y cimientos firmes. Y, espigado en los textos, el término confianza y la idea de la coherencia.
Ambos textos se adentran en la idea de la firmeza. El hombre que se mantiene firme, el que no vacila, es el que tiene una base sólida sobre la que asienta sus pies. No resbala, no cae. ¿Quién es esa Roca firme? El Señor. O su Palabra. Dios se ha dicho totalmente al hombre en la Palabra de su Hijo. Ya lo sabemos todo de Dios, sabemos todo lo que quiere. Conocemos su voluntad. El temor sobreviene cuando no tenemos la seguridad de pisar terreno firme. O cuando oímos temblar la tierra estremecida por los elementos y no sabemos si resistirá el edificio. Dicho de otra forma, cuando hemos perdido la confianza en que aquello que queremos, se parece al plan de Dios.
Contemporizar, o coger un poco de lo de Dios y mezclarlo con su opuesto, nos pasa tan a menudo que, la mayoría de nosotros estamos en arenas movedizas gran parte del tiempo. La coherencia es el antídoto seguro. Agarrarse a la firmeza de las convicciones y actuar en consecuencia nos asegura no caer, ni derrumbarnos. Porque hay una promesa de por medio: el Él no hay temor. Y otra cosa más: la Palabra de Dios tiene virtualidad, como la semilla. Ella se convierte en lo que nos sustenta. Hay gracia de Dios en su Palabra, o don, o regalo. Agarrarse a ella en tiempos de incertidumbre, posar nuestros actos en sus certeras afirmaciones nos descansa, nos eleva, nos afirma.
La afirmación del cristiano, esto es lo que le hace firme, no es su palabra suelta, sin hilos que la sujeten a los hechos. Sin lugar a dudas, hablamos de ser coherentes, de dar testimonio. Hoy hacen falta, urgentemente, hombres y mujeres de recia fe y hechos probados. Hay mucha palabrería suelta y poca acción sujeta a ella. La reflexión que se le manda hoy a la Iglesia, al conjunto entero de los cristianos, no puede ser más clara. Tanto lo que hacemos, lo que decimos, cómo lo decimos y desde dónde, habla de nosotros. Pero sobre todo, habla por nosotros lo que se transparente en nuestras acciones. Todo un reto.

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Viernes 6 de Diciembre de 2007


A mi me llama mucho la atención en los milagros, que Jesús pida el protagonismo del que va a ser sujeto de la acción, para realizarlo. Mana de su persona un poder y, como pidiendo permiso, necesita que el que pide se ponga en el centro. Es como si quisiera desaparecer Él de la acción para dejar al hombre o a la mujer que piden delante de Dios, uno frente al Otro. Por eso es el primero, el que va delante, el que eleva la humanidad hasta la divinidad. No roza, trastoca. Quizás por eso ordena silencio el Jesús del evangelio. Puede ser porque la esperanza que tenemos nos hace mirar en otra dirección y no ver cómo actúa Dios, o porque no acertamos más que a proyectar lo que queremos que Él sea. Habrá que dejar a Dios ser Dios, y no nuestro muñeco.
Ambas lecturas, las de hoy, tienen el lazo de la ceguera. Y de la transmutación en visión por la medio de la fe. Y esta fe capacita para ver la salvación, la liberación de Dios de todas las ataduras.
Hay otra cosa. El grito de los ciegos me parece intenso, agarrado a la miseria feroz del que necesita. ¡Cuántas criaturas hoy podrían repetir ese lamento! Y hace falta tocar mucho, esto es, estar cerca para solucionar tantísimo sufrimiento acumulado en las entrañas de la humanidad. Vueltos otros Cristos, tenemos que buscar en plazas y calles la ceguera que esconde la dignidad del hombre, la falta de visión para ver en los otros hermanos y hermanas. Mirar más allá para curar las cegueras de esta sociedad, que mira mucho su ombligo redondo, mientras mueren en la indigencia miles de seres con derecho a ser.

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Sábado 8 de Diciembre de 2007: Inmaculada


Celebra hoy la Iglesia una festividad de María que la vuelve a poner en el centro de la mirada de los cristianos.
María, madre de Jesús, es el modelo del discipulado. Sigue a Jesús sin llegar a comprender del todo el objetivo y los medios de su misión. Navega en un mar de dudas sobre su equilibrio, el de su hijo. María, como las muchachas de su época, tendría un conocimiento de las Escrituras escaso, fruto de lo que podía escuchar a sus padres y a los judíos varones. Por eso la perplejidad que podría sentir ante alguna de las afirmaciones de su hijo. Pero no se asusta, las encara. Y, a veces, se pone enfrente para llamarle la atención. Aunque desde la humildad de sus ser mujer judía.
Aún así, no ceja en su seguimiento. Como madre y como oyente. Siempre atravesada del amor de la madre que ve a su hijo en un ascenso, una escalada que le va a traer complicaciones.
En el fuero interno de María, como en el de todas las judías, soñó con dar a luz al Mesías y, probablemente se preguntó si no sería él. Yo creo que lo fue deduciendo, por eso no lo abandonó, ni siquiera cuando nadie daba una mala moneda por él. María, incluso en la duda, se apostó entre los que escuchaban y, seguro, iba aceptando a ese Dios Distinto y cercano que proponía su hijo. Por eso, para mí, es el modelo de discípulo. La primera. La Iglesia naciente tampoco lo dudaba y, nos lo dicen los textos del libro de los Hechos de los Apóstoles, se reunía para orar, para seguir escuchando lo que tenía que hacer. Oyente de la Palabra, es el mejor piropo que se le puede decir. Y su Hijo era la Palabra.
En esta festividad me gustaría que los cristianos volvieran la mirada hacia la sencilla, la coherente, la que ha puesto su firmeza en Dios, la que confía. Por decirlo de forma total, la Discípula. Y, si fuera posible, la bajáramos a la realidad de la que ella no se despegó, para poder hacer presente el sueño de su Hijo.

Pedro Barranco ©2007